lunes, 7 de abril de 2014

Me siento fracasado

La sensación de fracaso

¿Quién no ha fracasado en algo alguna vez? ¿Quién no se ha sentido vencido en algún momento de su vida? Prácticamente nadie. Es una emoción intensa, vital, dolorosa, inevitable y, en ocasiones, beneficiosa para el desarrollo personal. Con el fracaso se sufre, pero de él se aprenden muchas cosas si la experiencia se afronta con decisión, valentía y voluntad de superación.

El fracaso consiste en no lograr unos objetivos esperados a corto o largo plazo, y se acompaña de una vivencia amarga, desagradable y frustrante, que todos, y seguramente más de una vez, hemos tenido que afrontar. Es parte de la vida, la otra cara del éxito.

Hay que distinguir entre la sensación de fracaso ante un fallo o contratiempo real, y la sensación que sobreviene sin motivo y de las que nos vamos a ocupar más adelante. La primera es la vivencia de un fracaso y en ella hay que matizar unos aspectos: la intensidad, la coherencia con el hecho que la desencadena y la forma de reaccionar. Ante un resultado adverso se siente, como es lógico, desagrado y frustración que se van atenuando hasta desaparecer. Lo normal es que el individuo, pasados los primeros momentos, razone sobre los motivos de su fracaso y a la luz de éstos consiga superarlo y evitar que vuelva a producirse. Es anómala la reacción excesivamente intensa, que dura demasiado tiempo o que se convierte en improductiva. A la hora de reaccionar ante un fracaso es fundamental la personalidad del individuo; las personalidades fuertes y maduras ponen en marcha todos sus mecanismos de defensa y superan de forma positiva el contratiempo; las personalidades más débiles e inseguras suelen venirse abajo ante escollos relativamente pequeños y necesitan mucho más apoyo del exterior para superarlos.

Hay sensaciones de fracaso del todo injustificadas. Las cosas pueden marchar relativamente bien y el sujeto sentirse abatido y hundido, incapaz de resolver el más mínimo contratiempo y con la sensación de fallar y haber fracasado de forma general o en algo muy concreto. Es un fracaso imaginario que arranca de sentimientos de inferioridad y minusvalía («uno cree que es un completo inepto y que no tiene futuro») o acompaña a rachas depresivas. Durante la depresión hay un hundimiento vital que se puede acompañar de esta sensación y que entra dentro del campo de la patología. No hay razonamientos que valgan ya que el mismo punto de partida de este sentimiento no es real ni lógico. Por lo común, al mejorar la situación afectiva o la autovaloración, esta sensación desaparece.

Hay ocasiones en que las expectativas no llegan a cumplirse, porque estas expectativas eran excesivas e irrealizables. No es raro que a veces sean expectativas impuestas por el entorno, lo que el padre, los amigos o las parejas pensaban que uno debía lograr pero que el interesado no veía tan claro. Se le forja un destino al individuo que él no ha decidido, pero si lo acepta y no llega a cumplirlo se sentirá fracasado, como si estuviese fallando a los demás sin haberse parado a pensar cuáles son sus propios deseos. Uno debe elegir su propio futuro, saber qué quiere, cómo y cuándo, de lo contrario, la excesiva presión ambiental condiciona su actividad y su estabilidad psicológica.

El «síndrome del fracasado» es la sensación permanente de haber fallado, de no haber logrado nada, de no tener posibilidades, que afecta al pasado, al presente y que permanecerá en el futuro. Puede ser tanto por motivos reales como imaginarios, pero el resultado es siempre que el sujeto se siente insatisfecho consigo mismo y con su vida. Una reacción casi esperada es sumirse en la frustración, la renuncia y el abandono; ésta es una de las vivencias más desalentadoras que se pueden sufrir y el individuo se convierte en un ser inoperante, sumido en la tristeza y en la incapacidad para superarse a sí mismo. El sujeto pierde la iniciativa, la capacidad de lucha, la resistencia a las eventualidades, cae en fases depresivas y puede desear morir. No pocas veces el alcoholismo y la drogadicción se convierten en las únicas vías de escape.

miércoles, 2 de abril de 2014

Raíces profundas.

Tiempo atrás, yo era vecino de un médico cuyo hobby era plantar árboles en el enorme patio de su casa. A veces observaba, desde mi ventana, su esfuerzo por plantar árboles y más árboles, todos los días. Lo que más llamaba mi atención, entretanto, era el hecho de que él jamás regaba los brotes que plantaba. Pasé a notar, después de algún tiempo, que sus árboles estaban demorando mucho en crecer. Cierto día, resolví entonces aproximarme al médico y le pregunté si él no tenía recelo de que las plantas no crecieran, pues percibía que él nunca las regaba. Fue cuando, con un aire orgulloso, él me describió su fantástica teoría. Me dijo que, si regase sus plantas, las raíces se acomodarían en la superficie y quedarían siempre esperando por el agua fácil, que venía de encima. Como él no las regaba, los árboles demorarían más para crecer, pero sus raíces tenderían a migrar hacia lo más profundo, en busca del agua y de los variados nutrientes encontrados en las capas más inferiores del suelo. Así, según él, los árboles tendrían raíces profundas y serían más resistentes a la intemperie. Y agregó que él frecuentemente daba unas palmadas en sus árboles, con un diario doblado, y que hacía eso para que se mantuvieran siempre despiertas y atentas. Esa fue la única conversación que tuvimos con mi vecino. Tiempo después fui a vivir a otro país, y nunca más volví a verlo. Varios años después, al retornar del exterior, fui a dar una mirada a mi antigua residencia. Al aproximarme, noté un bosque que no había antes. ¡¡Mi antiguo vecino, había realizado su sueño!! Lo curioso es que aquel era un día de un viento muy fuerte y helado, en que los árboles de la calle estaban arqueados, como si no estuviesen resistiendo al rigor del invierno. Entretanto, al aproximarme al patio del médico, noté cómo estaban sólidos sus árboles: Prácticamente no se movían, resistiendo estoicamente aquel fuerte viento. Qué efecto curioso, pensé… Las adversidades por las cuales aquellos árboles habían pasado, llevando palmaditas y habiendo sido privados de agua, parecía que los había beneficiado de un modo que el confort y el tratamiento más fácil jamás lo habrían conseguido. Todas las noches, antes de ir a acostarme, doy siempre una mirada a mis hijos. Observo atentamente sus camas y veo cómo ellos han crecido. Frecuentemente oro por ellos. En la mayoría de las veces, pido para que sus vidas sean fáciles, para que no sufran las dificultades y agresiones de éste mundo… He pensado, entretanto, que es hora de cambiar mis ruegos. Ese cambio tiene que ver con el hecho de que es inevitable que los vientos helados y fuertes nos alcancen. Sé que ellos encontrarán innumerables dificultades y que, por tanto, mis deseos de que las dificultades no ocurran, han sido muy ingenuos. Siempre habrá una tempestad en algún momento de nuestras vidas, porque, queramos o no, la vida no es muy fácil. Al contrario de lo que siempre he hecho, pasaré a rezar para que mis hijos crezcan con raíces profundas, de tal forma que puedan retirar energía de las mejores fuentes, de las más divinas, que se encuentran siempre en los lugares más difíciles. Pedimos siempre tener facilidades, pero en verdad lo que necesitamos hacer es pedir para desenvolver raíces fuertes y profundas, de tal modo que cuando las tempestades lleguen y los vientos helados soplen, resistamos con firmeza, en vez de que seamos subyugados y barridos. La naturaleza nos enseña muchas cosas si las sabemos ver.