Toni
llega sistemáticamente tarde a todas las citas. Y si algo le caracteriza es la
celeridad. Su tremenda impuntualidad no se debe, pues, a que sea lento, sino a
que su vida la forma una concentración de actividades pegadas unas a otras. Por
muy deprisa que vaya, nunca puede llegar a tiempo. Una frase lo caracteriza:
“No quiero malgastar la vida”. Y allí se encuentra la raíz de su conducta.
En la sociedad en que vivimos, si algo nos define es ir
acelerados, y no solo en la faceta laboral, sino también en nuestra parcela
ociosa. Huimos de un miedo que tenemos escondido en todas nuestras células: que
llegue el final de nuestras vidas y que nos arrepintamos de no haberla vivido
más intensamente o haberla desperdiciado.
El sufrimiento es algo muy íntimo. La sensación de soledad,
de culpa, las dudas, la negrura que se nos instala dentro, suele parecernos
algo muy nuestro. Propiedad privada. Solemos esconderlo; los demás, que nos
parecen más felices, no podrían entenderlo. Todos solemos enseñar nuestra cara
más sonriente. Así, unos idealizamos la vida de los otros. Pensamos que detrás
de la sonrisa de los demás se encuentra una vida más fácil que la nuestra.
Las redes sociales multiplican esta
idealización. En Facebook, por ejemplo, muchas personas cuelgan fotos de sus
vidas: suculentas comidas, fiestas con los amigos, viajes alucinantes, momentos
románticos… Nadie cuelga la bronca con su pareja. Así, cuando un domingo por la
tarde sentados en el sofá del comedor nos ponemos a contemplar esas
instantáneas fantásticas de nuestros amigos, nos podemos sentir muy
desgraciados. FOMO (fear of missing out; en español, miedo a perderse algo) es
la nueva etiqueta que ha surgido para esta sensación. ¡Estamos apoltronados en
el sofá cuando los demás están disfrutando intensamente de la vida! ¡Nos
estamos perdiendo algo! Según un estudio, tres de cada 10 personas con edades
entre 13 y 34 años están sufriendo FOMO.
El sentimiento de que la vida pasa y quizá no la estamos
aprovechando como deberíamos también lo aumenta la cantidad de oportunidades
que nos ofrece el mundo desarrollado. Hace solo unas décadas, la televisión
disponía de un único canal; ahora, el número es apabullante. Parece que en la
vida pasa lo mismo. Las opciones se multiplican constantemente.
Unos días atrás me quedé sin champú. Entré en el primer
establecimiento que vi, pero no encontré la marca que suelo utilizar. Podía
comprar cualquier otro. Pero no fue tan fácil. No conté los tipos de champú que
había, pero no menos de 40. Mis neuronas tardaron un buen rato en elegir uno.
Ridículo.
Según el psicólogo Barry Schwartz, el
aumento de opciones que nos ofrece la sociedad de consumo nos aleja de la
felicidad en lugar de acercarnos a ella. San Francisco de Asís, que afirmaba:
“Necesito pocas cosas, y esas pocas las necesito poco”, seguro que hubiera
estado de acuerdo con él. El incremento de posibilidades aumenta nuestra
frustración fundamentalmente por cinco motivos:
1. El tiempo que necesitamos para
elegir. Mis
amigos estuvieron durante mucho tiempo riéndose de mi móvil. ¿Por qué no lo
cambias? Me gustaba cuando me enseñaban las aplicaciones de los suyos, pero
pasar de mi simple telefonillo a un smartphone lo veía una aventura. No tenía
ni idea de cómo empezar a elegir, y pensaba que una vez comprado no tendría
tiempo para aprender a manejarlo y sacarle partido. Invertí muchas horas
pidiendo consejo a cualquier persona que veía con uno en la mano. El análisis
produce parálisis. Y así estaba yo, inmovilizada. Hasta que un día mi hermana
me empujó dentro de un comercio para que me lo comprara de una vez.
2. El espacio que ocupan las opciones. Cuando
entre varias posibilidades hemos elegido una y descartado las demás, en algunos
casos las descartadas siguen estando disponibles, invadiendo espacio en nuestra
mente. Supongamos que nos vamos de fin de semana y decidimos estar
desconectados. Y así lo hacemos; sin embargo, la posibilidad de conectar el
teléfono está allí constantemente. Quizá se nos cruce por la cabeza en varios
momentos. Y aunque superemos esas fugaces tentaciones, necesitamos una mínima
energía para conseguirlo. Las opciones ocupan espacio mental, aunque las
descartes.
3. Aumentan nuestras expectativas.
Barry Schwartz en una de sus conferencias explicó que siempre viste vaqueros.
Antes era fácil comprarlos, solo tenías que indicar tu talla al vendedor. Este
psicólogo confesaba su mareo actual cuando el dependiente le pregunta cómo los
quiere: ¿talle alto, bajo?, ¿lavados a la piedra?, ¿rotos, cosidos?… “Lo
curioso es que ahora que puedo elegir entre tantas posibilidades estoy menos
satisfecho con mi compra… tanto es así que he tenido que escribir un libro para
entender el porqué”, bromea. Se refiere a su obraPor qué más es menos.
Según él, cuando te ofrecen tantas variedades de un producto, aumentan tus
expectativas. En el caso de los pantalones, piensas que te van a quedar mucho
mejor. Y cuanto más altas son las expectativas, más difícil es que la realidad
se acerque a ellas. La insatisfacción está servida.
Cuando lo que se esperaba era menor, podíamos llevarnos
sorpresas positivas. En nuestros días, esta alegría inesperada es cada vez
menos común.
4. Crece el arrepentimiento. Unos meses atrás, la mujer de un amigo me invitó a su fiesta sorpresa de 50º aniversario. La celebración consistió en un día en el campo con muchos amigos y muchas actividades a elegir. Debías escoger entre unas cuantas: excursión en bicicleta, a pie, rafting, relajarse en el lago… Todas atractivas. Mi parte sedentaria escogió el lago, y la verdad es que tengo un recuerdo muy bonito de esa tarde. La compartí con una amiga con la que hacía tiempo que no coincidíamos, y la conversación fue de lo más suculenta. Pero… ¿me lo habría pasado mejor si hubiese ido de excursión? Al final del día, cuando todos estábamos juntos de nuevo, la pregunta que iba circulando era: ¿qué tal lo habías pasado en bici?, ¿qué tal el rafting?… Creo que en el fondo de esa cuestión había la necesidad de saber si cada uno había elegido bien la actividad. No sé si alguien se arrepintió de la opción elegida. Lo que sí está claro es que cuando crecen las posibilidades de elección, también lo hacen las de arrepentimiento.
5. Aumenta el
sentimiento de culpa. Cada
día existen más tipos de tratamiento para un mismo diagnóstico dentro de la
medicina alopática. Y además también podemos optar por salirnos de ella y
recorrer los caminos menos “oficiales” de las alternativas. La decisión es toda
nuestra. He oído en más de una ocasión comentarios del tipo: “ha muerto de
cáncer, pero es que no quiso quimioterapia y se fue hacia las terapias
naturales” o “se murió porque no probó otras terapias menos intrusivas y más
naturales”. En cualquier caso, parece que la culpa es del muerto. Horrible.
Tenemos miedo a desperdiciar la vida, a perdernos algo,
pero… ¿el qué? ¿Esa fiesta que vemos en Facebook, el coche que tiene el vecino,
un superviaje como el que hace nuestro primo…? Realmente la desperdiciamos
cuando ocupamos nuestras sinapsis en: elegir “el mejor” reloj, en idealizar la
vida de los demás, en sentirnos frustrados por no vivir tan intensamente como
supuestamente viven los otros… Inmersos en nuestros montajes mentales sí que
nos perdemos algo: apreciar lo esencial. Bonnie Ware acompañó a muchos enfermos
en los últimos días de su vida. Ninguno se arrepintió de no haberse comprado
ese coche o de no haber ido de vacaciones a no sé dónde. Esas personas, al
mirar atrás, confesaban que si volvieran a vivir, disfrutarían más de sus
amigos, no se dejarían acorralar por preocupaciones nimias, expresarían con más
sinceridad sus sentimientos… Conclusiones lúcidas que propicia la cercanía de
la muerte, pero a las que afortunadamente podemos llegar sin tenerla cerca.
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