FRANCESC MIRALLES
Una de las fuentes de sufrimiento más comunes en el ser humano es el deseo de que las cosas sean distintas a como realmente son. Cuando un país pasa por una grave crisis, la población mira atrás y desea que todo fuera como antes, un antes que en su momento no se valoraba porque parecía aburrido o bien había otras aspiraciones.
Una de las fuentes de sufrimiento más comunes en el ser humano es el deseo de que las cosas sean distintas a como realmente son. Cuando un país pasa por una grave crisis, la población mira atrás y desea que todo fuera como antes, un antes que en su momento no se valoraba porque parecía aburrido o bien había otras aspiraciones.
Lo mismo sucede con las relaciones interpersonales. Quien tiene
por pareja a alguien silencioso desearía un carácter dicharachero, y este
último pondrá de los nervios a quien convive con él un día tras otro. ¿Por qué
anhelamos siempre lo que no tenemos?
Hay vida antes de la muerte;
disfrútala” (Eduard Punset)
Nuestra forma de vida está tan basada en el cambio y el progreso,
que a menudo valoramos negativamente la estabilidad sin saber cuál sería la
alternativa.
La insatisfacción es lo que permite el progreso de la ciencia, las
artes y todo lo que tiene que ver con la sociedad, pero cuando se vuelve
crónica en nuestro día a día deja de ser un estímulo para teñir de negatividad
nuestra vida.
Hay personas que, instalados en la queja y la amargura, molestan a
los demás –y a sí mismos– de forma totalmente estéril porque de nada sirve
señalar lo que no funciona sin ofrecer soluciones.
Madame Bovary dio nombre a lo que el filósofo Jules de Gaultier
denominaría “bovarismo”. Se trata de un estado de insatisfacción permanente a
causa del desnivel entre las propias ilusiones y la realidad. Sin abogar
tampoco por el conformismo, si nuestras aspiraciones se hallan siempre a gran
distancia de lo que tenemos, jamás alcanzaremos la serenidad. Como el burro que
persigue la zanahoria, podemos pasar la vida entera esperando “algo mejor” para
descubrir al final que ya lo teníamos y no habíamos sabido verlo.
Los manuales de psicología han puesto de moda el verbo
procrastinar, que significa postergar aquello que deberíamos hacer hoy. Un
aplazamiento que también se produce en un nivel existencial. Muchas personas
postergan la felicidad hasta que cambie la situación que están viviendo. Se
convencen de que cuando encuentren un trabajo mejor o la pareja ideal, por
poner dos ejemplos, se darán permiso para disfrutar de la vida. Sin embargo,
este planteamiento tiene un fallo de origen y es que nada resulta como
esperábamos una vez que lo conseguimos.
Lo que ocurre es que muchas personas cuando llega el momento tan
largamente esperado o deseado sufren una desilusión; entonces fijamos nuevos
objetivos esperando que una vez alcanzados llegue, esta vez sí, el premio
definitivo. Sin embargo, esto no acostumbra a suceder, ya que más que
insatisfacciones existen las personas insatisfechas.
Del mismo modo que nos resulta difícil aceptar las cosas como son,
también nos cuesta aceptar a los demás, ya que su forma de pensar y reaccionar
nunca coincidirá con nuestras expectativas.
Al hacer un favor a un vecino, nos duele si no obtenemos el mismo
trato por su parte cuando lo necesitamos. En el ámbito laboral, a menudo
consideramos que los compañeros no cumplen con sus tareas, y el jefe o la jefa
es un ser inútil que está dinamitando la empresa.
A veces debes conocer al otro
realmente bien para darte cuenta de que sois dos extraños” (Mary Tyler Moore)
En esta clase de pensamientos está el punto de partida de la
mayoría de conflictos interpersonales. Al esperar que los demás se comporten de
determinada forma les estamos negando el derecho a su identidad. Además, al
enfadarnos por estas diferencias obviamos algo muy importante: ser o actuar de
modo distinto a nosotros no tiene por qué ser negativo.
Afortunadamente, cada persona tiene una combinación única de
defectos y virtudes. Podemos aceptar su singularidad y sacar partido de las
cosas buenas que nos ofrece o bien enrocarnos y señalar al otro como enemigo.
“A veces debes conocer al otro realmente bien para darte cuenta de
que sois dos extraños” (Mary Tyler Moore)
En 2002, Byron Katie publicó un libro orientado a acabar con la
insatisfacción personal: Amar lo que es. Basado en aceptar y reconocer el valor
de lo que configura nuestro entorno, no se trata de resignarse a lo que hay,
sino de amar nuestras circunstancias para mejorar desde ese punto de partida.
Esta autora norteamericana sostiene que “la realidad es siempre
más amable que las historias que contamos sobre ella” y que cualquier enfado
que tengamos con los demás es, en el fondo, algo de nosotros mismos que nos
molesta. Por eso mismo desearíamos cambiarlos, porque resulta más fácil exigir
la transformación del otro que la de uno mismo.
Convencida de que “lo que provoca nuestro sufrimiento no es el
problema, sino lo que pensamos sobre el mismo”, en su best seller propone que
la persona insatisfecha se entregue al “trabajo”, que empieza con estas dos
fases:
- Plasmar en el papel lo que no nos gusta. Tomar una situación o una persona que nos desagrada y especificamos quién o qué provoca nuestra tristeza, qué es lo que no nos gusta y cómo debería ser para que estuviéramos satisfechos.
- Indagar en el problema a través de estas cuatro preguntas:
- ¿Es eso verdad?
- ¿Tienes la absoluta certeza de que eso es verdad?
- ¿Cómo reaccionas al tener este pensamiento?
- ¿Quién serías sin él?
Byron Katie sostiene que ante un pensamiento negativo solo tenemos
dos opciones: o nos apegamos a él o indagamos para comprenderlo. Esa última
actitud y una relación constructiva con nuestro entorno nos llevarán a un plano
superior.
Señor, concédeme serenidad para
aceptar lo que no puedo cambiar, valor para cambiar lo que sí puedo y sabiduría
para reconocer la diferencia”
(Reinhold
Niebuhr)
Una anécdota que se menciona en los talleres de superación
personal tiene como protagonista a un violinista que en pleno concierto en
Nueva York vio cómo se rompía una de las cuatro cuerdas de su violín. En lugar
de detenerse, decidió adaptar la melodía a las otras tres cuerdas, algo
realmente difícil con este instrumento. Cuando le preguntaron por qué había
elegido esa opción, respondió: “Hay momentos en los que la tarea del artista es
saber cuánto puede llegar a hacer con lo que le queda”.
Sin duda, la realidad nos pone a prueba y a menudo estamos
expuestos a circunstancias indeseadas. La cuerda rota del violinista tiene su
equivalente, en la vida cotidiana, en situaciones con mucho menos público, pero
más dolorosas. En lugar de lamentar nuestra suerte, podemos preguntarnos qué es
lo que nos queda y qué podemos hacer para restablecer el equilibrio en nuestra
vida. Para que vuelva a sonar la música, no obstante, es necesario aceptar las
cosas como nos ha tocado vivirlas, ya que son un reto y un aprendizaje. Al
mismo tiempo, en lugar de buscar culpables, debemos aceptar a los demás y no
fijarnos en su cuerda rota, sino en las otras tres que siguen sonando.
Fuente: http://elpais.com/elpais/2013/04/26/eps/1366972749_878845.html
No hay comentarios:
Publicar un comentario