Mientras paseaba por una ciudad del sur de Europa,
durante unas vacaciones, llegué hasta un mercadillo. Los puestos de estructura
tubular se alternaban con simples mantas tendidas en el suelo. Pude
ver multitud de mercaderías: mujeres y hombres ofrecían comida
casera, ropa, zapatos, bisutería, té recién hecho, pan, libros usados, monedas…
Poco más o menos allí había de todo, como en cualquier zoco o mercado ambulante
de cualquier parte del mundo. Sin embargo, uno de los comerciantes me llamó la
atención.
Estaba
sentada sobre una manta de vistosos colores azules. Varios almohadones eran su
compañía, pero no había mercancía alguna junto a ella. Solamente un cartel:
“lágrimas al peso”. Me senté frente a aquella mujer con las piernas
cruzadas, la libreta en la mano y una sonrisa. Le dije que me interesaba
conocer su historia. “A mí la suya no. En absoluto”. Me dejó de piedra. “Usted
no necesita mis servicios. Las personas que sonríen no me sirven para hacer
negocio”. Compré toda su mañana de trabajo con un billete de 20 euros, y ella
recogió su manta y sus cojines y me siguió.
Se
llamaba Soraya, y no era de nadie. Me lo repitió varias veces: “no soy de
nadie. No quiero marido, no nací para estar atada. Aquí solo trabajas
honradamente para tu marido y su familia. Las viudas, las solas, solo pueden
ser putas. Yo no soy ni lo uno ni lo otro. Lloro las penas de los demás a
cambio de dinero. Es un oficio limpio que no ofende a nadie, y me permite vivir
sin que me escupan a la cara”. Me costó asimilar tanta información. Aquella
mujer esbelta de enormes ojos negros y piel aceitunada tenía ascendentes
egipcios, turcos, griegos, gitanos, fenicios. Sangre de todos los colores
gracias a la que no se identificaba con ningún estereotipo. Era como una oveja
azul en medio de un rebaño de ovejas negras.
Decidí
seguir preguntando. Nunca había conocido a nadie tan peculiar. “¿Lloras por
encargo? ¿Eres una plañidera, entonces?” Se echó a reír. No, no debía ser eso.
Sus ropas de colores no eran, precisamente, apropiadas para ir a los entierros
a llorar ruidosamente al difunto por unas monedas. “Hace mucho tiempo que la
valía de un hombre no se mide por el volumen de los llantos que le acompañan a
la tumba. La muerte ya no es negocio, es simplemente desgracia. No, a mí me
interesan mucho más los vivos”. Era terriblemente enigmática. No terminaba
de explicarme a qué se dedicaba exactamente, y ya estaba pidiendo el segundo té
y una bandeja de pastas con miel y sésamo para acompañarlas. Escribir su
historia me estaba saliendo bastante caro. Imagino que, para una vez que podía
ganarse algo sin llorar, iba a aprovecharlo cuanto pudiese.
Cuando
terminó con la última gota de té y la última pasta, se limpió ceremoniosamente
y me anunció: “ya estoy lista. Coge tu bolígrafo”. Por fin iba a desvelarme su
particular misterio. “En este lugar, las mujeres lloran solas, y los hombres
también. Ellas no pueden hacerlo en público ni ante los hombres, sería una
vergüenza. Ellos no pueden hacerlo en público ni ante las mujeres, sería una
señal de debilidad. Todo el mundo sabe que las penas que no se lloran se
enquistan dentro, y hacen que la persona enferme y muera, pero a nadie le gusta
llorar solo. No se trata de encontrar un hombro en el que desahogarse, se trata
de encontrar alguien que te comprenda tanto que pueda compartir tu pena y
llorarla contigo. Aquí, la falta de comunicación es terrible, las normas
sociales son tan rígidas que les impiden hablar, expresar sus sentimientos como
personas libres. Por eso me buscan a mí. Yo no soy de nadie, no obedezco esas
normas que atan a los demás porque no pertenezco a su sociedad ni a su cultura.
Abren sus almas hacia mí, yo les escucho, entiendo su pena y la hago mía. Lloro
con ellos, les ayudo a limpiarse por dentro, y cuando se han calmado me pagan
mi servicio y se van. Eso es todo”.
Anoté
sus palabras en mi cuaderno; hablaba deprisa, y yo escribía como una posesa
para no perder ningún detalle de su explicación. Cuando terminé le hice una
última pregunta: “¿Y dónde encaja lo de el peso?” pregunté aludiendo al cartel
de su puesto en el mercado. Me miró como si yo fuera estúpida, como si no
hubiese entendido nada. “Me peso antes y después de cada trabajo. ¿Cómo si no
mediría la cantidad de lágrimas que derramo por alguien? Cuanto más lloro,
mejor se sienten. Las penas grandes exigen mucha agua salada para disolverse.
La tarifa varía, a las mujeres les cobro menos, ellas siempre tienen muchos más
motivos para sufrir. Es un buen negocio, no creas. En esta ciudad nunca me
faltará trabajo”.
Me
fui hacia mi hotel pensando en todo lo que Soraya me había dicho, y me di
cuenta de que quería, necesitaba, volver cuanto antes a casa para escribir esta
historia, para ver a mis amigos y a mi familia y saber, verificar, que yo no
llegaría al extremo de tener que pagar una Soraya para compartir pena y llanto.
Que no me faltaría quien me abrazase y acompañase mis lágrimas si estas me
fueran necesarias para seguir viviendo.
Fuente: http://susanarodriguezcuentahistorias.blogspot.com.es/2012/04/lagrimas-al-peso.html
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