A veces hay enseñanzas que, por
sencillas, se nos pasan desapercibidas. O, por el contrario, al haberlas leído,
visto o escuchado tantas veces creemos que “ya las tenemos”. Suelen ser ideas
simples pero complejas de llevar a cabo, y casualmente la mayoría de ellas son
centrales, fundamentales, algo así como la base sobre la cual se edifica todo
lo que con tanto esfuerzo intentamos construir.
Eckhart Tolle nos habla de que uno de los mecanismos más fuertes del ego es el de querer siempre tener razón. En Un curso de Milagros aparece también esta idea, y sin duda podemos encontrarla si hacemos un rastreo en la profundidad de cada una de las filosofías que más nos resuenen como verdaderas. Nos parece sencilla, es cierto. Pero hagamos silencio, y con esta idea en el corazón salgamos a vivir un día cualquiera de nuestra vida. Durante todo ese día dediquemos nuestra atención a observarnos y a observar. En nuestro encuentro con los otros, en nuestro actuar con las cosas y con la naturaleza, e incluso en nuestra relación con el devenir de los acontecimientos, se nos filtra todo el tiempo el mecanismo de “querer tener razón”. Queremos usar las cosas, la naturaleza y los acontecimientos en función de unas pautas que nosotros establecemos de antemano, loables tal vez, altruistas, o simplemente prácticas o marcadas por nuestro deseo. ¿Pero cuántas veces nos situamos limpios y abiertos ante el otro o ante cualquier cosa o acontecimiento, simplemente para relacionarnos con él de corazón y ver qué tiene para traernos?
Eckhart Tolle nos habla de que uno de los mecanismos más fuertes del ego es el de querer siempre tener razón. En Un curso de Milagros aparece también esta idea, y sin duda podemos encontrarla si hacemos un rastreo en la profundidad de cada una de las filosofías que más nos resuenen como verdaderas. Nos parece sencilla, es cierto. Pero hagamos silencio, y con esta idea en el corazón salgamos a vivir un día cualquiera de nuestra vida. Durante todo ese día dediquemos nuestra atención a observarnos y a observar. En nuestro encuentro con los otros, en nuestro actuar con las cosas y con la naturaleza, e incluso en nuestra relación con el devenir de los acontecimientos, se nos filtra todo el tiempo el mecanismo de “querer tener razón”. Queremos usar las cosas, la naturaleza y los acontecimientos en función de unas pautas que nosotros establecemos de antemano, loables tal vez, altruistas, o simplemente prácticas o marcadas por nuestro deseo. ¿Pero cuántas veces nos situamos limpios y abiertos ante el otro o ante cualquier cosa o acontecimiento, simplemente para relacionarnos con él de corazón y ver qué tiene para traernos?
El querer tener
razón es la fuente de conflictos más grande entre los seres humanos, y se
manifiesta día a día, minuto a minuto. Recuerdo ahora una frase de Violeta
Parra en una canción: “Por un puñado de tierra no quiero guerra”. ¿En cuántas
pequeñas o grandes batallas cotidianas nos sumimos por un pequeño puñado de tierra
en el que nuestro ego pueda sentirse seguro hasta la próxima contienda? En
realidad, de lo único que podemos estar seguros es de que en ese terreno las
batallas nunca terminan y que siempre habrá una próxima, hasta que podamos
desactivar nuestros mecanismos.
Para contrarrestar o intentar desactivar esta tendencia a mí me ayuda tener
preguntas claves que recuerdo en los momentos en que la tendencia aparece y, al
menos, la puedo reconocer. Una de esas preguntas es: “¿qué es lo importante?”.
Cuando estamos frente a otro ser humano, cada uno de nosotros está parado ahí, sin darse cuenta, detrás de una gran mole de identificaciones. Ejemplo: soy Gabriela, mamá de Ana y Pedro, librepensadora y sensible, ex maestra waldorf, buen ser humano promedio con sus luces y sus sombras, que cocina rico y come sano salvo excepciones, que opina esto sobre esto y aquello sobre aquello, que es amiga de fulanita y no se banca a menganita, que tiene tal amor posible o imposible y tales dolores en su historia, etc, etc, etc. Y allí enfrente está el otro con su propio bagaje coleccionado a través de los años. En el medio van y vienen los juicios y prejuicios que cada uno hizo o tiene sobre el otro. Y encima, cada cual pone en juego en el encuentro esta necesidad de querer tener razón. Vista así la escena, la posibilidad de encuentro verdadero entre esos dos seres humanos aparece, como mínimo, lejana.
Cuando estamos frente a otro ser humano, cada uno de nosotros está parado ahí, sin darse cuenta, detrás de una gran mole de identificaciones. Ejemplo: soy Gabriela, mamá de Ana y Pedro, librepensadora y sensible, ex maestra waldorf, buen ser humano promedio con sus luces y sus sombras, que cocina rico y come sano salvo excepciones, que opina esto sobre esto y aquello sobre aquello, que es amiga de fulanita y no se banca a menganita, que tiene tal amor posible o imposible y tales dolores en su historia, etc, etc, etc. Y allí enfrente está el otro con su propio bagaje coleccionado a través de los años. En el medio van y vienen los juicios y prejuicios que cada uno hizo o tiene sobre el otro. Y encima, cada cual pone en juego en el encuentro esta necesidad de querer tener razón. Vista así la escena, la posibilidad de encuentro verdadero entre esos dos seres humanos aparece, como mínimo, lejana.
Y sin embargo, si miramos a los ojos al otro e intentamos despojarnos de todo o
de buena parte del equipaje mencionado, y recordamos la pregunta: “¿qué es lo
importante?”, tal vez la posibilidad de encuentro se acerque.
Lo estoy
diciendo aquí, no porque para mí sea pan comido sino precisamente porque es una
asignatura pendiente que cada día me exige trabajo y atención y que más de una
vez se me pierde debajo de funcionamientos automáticos. Cabe aclarar que el
problema no está en tener opiniones, en el mundo es vital e incluso sanador
saber qué opinamos, qué deseamos y qué necesitamos desde nuestra esencia,
precisamente para poder permanecer en él con libertad y eligiendo a conciencia
cada paso que damos. El problema está en creer que somos lo que opinamos, y en esa sutil
diferencia hay todo un universo que puede acercarnos o alejarnos. A menudo
olvidamos lo que en verdad somos, y ese ser profundo y verdadero tiene poco que
ver con la visión pequeña y de momento desde la cual una opinión nace, por más
que uno la sostenga durante toda la vida.
Hijos y padres se pelean por querer tener razón. Amigos se separan, relaciones se dificultan, proyectos admirables se complican, incluso entre gente bien intencionada y consciente. Muchas veces hasta los aprendizajes más bonitos y más profundos se convierten si nos descuidamos en nuevas banderas que defender.
Hijos y padres se pelean por querer tener razón. Amigos se separan, relaciones se dificultan, proyectos admirables se complican, incluso entre gente bien intencionada y consciente. Muchas veces hasta los aprendizajes más bonitos y más profundos se convierten si nos descuidamos en nuevas banderas que defender.
En cuanto a eso y para terminar, me gusta la simpleza con que Un Curso de
Milagros habla sobre estos temas. La defensa y el ataque no existen, la mejor
defensa es deponer las armas pues si nos defendemos, si estamos a la defensiva,
no hacemos otra cosa que conferirle realidad al ataque y a la separación. De la
mano de las preguntas “¿qué es lo real?”, y “¿qué es lo importante?” podemos ir
llegando a vislumbrar el amor detrás de todas las máscaras, el ser propio y el
ajeno intentando volver a reunirse desde la hermosura de una individualidad que
sume, que abra puertas, que abrace.
“Solo el amor alumbra la maravilla,
solo el amor convierte en milagro el barro.” Silvio Rodríguez
Autora: Gabriela Alberoni. V.G.B., Abril 2010.
Fuente: http://www.caminosalser.com/i1002-recordando-la-importancia-de-no-querer-tener-razon/
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