Autor: Eduard Punset
Si
me preguntaran sobre la revolución que se nos viene encima y que nos va a
desconcertar a todos, respondería, sin vacilar, la irrupción del aprendizaje
social y emocional en nuestras vidas cotidianas.
Ahora
más que nunca nos estamos dando cuenta de la necesidad de acabar de una vez por
todas con el desdén sistemático hacia nuestras emociones básicas y universales.
Antaño, se aparcaban las emociones -o peor aun, se destruían- en el caso de que
afloraran. Sea como fuera, en ningún caso la gente profundizaba en su
conocimiento y ni mucho menos se planteaba la idea de gestionarlas. Hay que tener en cuenta que el único conocimiento
con el que venimos al mundo, lo poco que traemos incorporado «de fábrica», es
un inventario de respuestas inconscientes a afectos, pasiones y olvidos de
quienes nos rodean.
Que
son innatos es algo que en realidad contemplamos desde hace ya algo más de un
siglo. De entre su obra, Charles Darwin fue
el autor de un tratado fascinante, pero que quizá pasó algo desapercibido a la
sombra de su célebre «El origen de las especies». Hablo de «La expresión de las
emociones en los animales y en el hombre», un libro cuya tesis defiende esta
naturaleza innata de las emociones. En sus páginas, el naturalista analiza cómo
por medio de nuestra expresión facial y de nuestra gesticulación comunicamos lo
que nos pasa por dentro a los demás. Por lo general esto, expresar nuestras
emociones, lo hacemos de manera instintiva: nadie nos ha enseñado a sonreír.
Antes
de que podamos explicar con palabras y de modo consciente qué sentimos, desde
la cuna ya damos a conocer las emociones básicas y universales que nos
embargan. Y hasta ahora, no hemos sabido hacer otra cosa que machacar esos
sentimientos con los que llegamos al mundo.
Afortunadamente,
estamos descubriendo por fin la prioridad que deberíamos otorgar al aprendizaje
emocional. Algo que está constatando la ciencia es la importancia de la gestión
de las emociones básicas y universales y de su prioridad frene a los contenidos
académicos como la capacidad de cálculo de los más pequeños, la caligrafía, la
gramática… Incluso la adquisición de valores queda en un segundo plano. Aquí,
en aprender a manejar las propias emociones –que no reprimirlas, como hemos
venido haciendo durante siglos- reside la clave del éxito de los futuros
adultos.
Es requisito indispensable para aprender a gestionar las emociones
el saber contar con el resto de la manada. La inteligencia, sea emocional o de
cualquier otro tipo, o es social o no es inteligente. Hasta tal punto es esto
cierto que el reconocimiento social de lo que uno dice y hace es un buen
indicador de la salud del individuo. El último mono en la escala social carece
de buena salud, mientras que la de los diez primeros suele ser excelente. La
relación con los demás es esencial para que el individuo sobreviva y por ello,
forjar una inteligencia emocional pasa por adquirir habilidades sociales. No
basta con mirarnos al obmligo, también debemos ser capaces de entender qué
conmueve, perturba o alegra a quienes tenemos al lado.
No
hay duda de que tenemos que tejer redes sociales. Una persona que habla dos idiomas
en lugar de uno está mejor preparada para afrontar dificultades. Quien
intercambia conocimientos, sentimientos, chismorreos, genes, o información con
otras personas va a salir ganando por fuerza y encima, la revolución
tecnológica nos brinda una oportunidad de oro. Estamos más conectados que nunca
–o tenemos la capacidad de estarlo-, somos más sociales que nunca –o al menos
podemos serlo- y eso es algo que no se puede desaprovechar. En nuestras manos
tenemos herramientas con las que mejorar nuestro aprendizaje social y
emocional: conocer la importancia del miedo, controlar la ira y empatizar con
nuestro entorno.
Adquirir
todas estas habilidades es algo que hay que hacer cuanto antes y para ello es
necesario que la gestión emocional se introduzca en la educación desde la más
tierna infancia. Hoy sabemos, gracias a la ciencia, que entre los cuatro y los
diez años hay que activar los afectos en los niños para que tengan la
curiosidad intelectual necesaria. Pero por sorprendente que parezca, esta tarea
remonta incluso a los meses previos al nacimiento de nuestros hijos. Hasta hace
poco, nadie tenía en cuenta el impacto que podrían tener los niveles de estrés
de la madre en la criatura dentro de su vientre. Uno de los descubrimientos
sociales de mayor trascendencia de estos dos últimos siglos es, sin duda, el
impacto en su vida de adulto de lo acontecido al bebé desde su gestación.
Por
si no parecen suficientes, hay más motivos que confieren urgencia a favor del
aprendizaje social y emocional. Una razón de peso es el hecho de que uno de
cada tres niños en educación primaria no consigue adaptarse al mismo tiempo que
no tiene otro entorno social al que acudir que no sea la escuela.
Posteriormente, el joven que no acaba de encajar en el entramado social y con una
autoestima por los suelos, regresa fácilmente a los ritos arcaicos de la
especie como la violencia, la pelea o las drogas.
La
manera ideal de reducir los futuros niveles de violencia, de
aumentar los de altruismo, de prevenir los tambaleos de la salud y, con ello,
de disminuir la presión que está colapsando los sistemas sociosanitarios y la
asfixia a todo tipo de prestaciones, pasa por la temprana puesta en práctica
del aprendizaje social y emocional.
La
generalización legítima de las prestaciones sociales ha provocado el colapso
frecuente de los sistemas de prestaciones sanitarias, educativas, de
entretenimiento o seguridad ciudadana. Para resolver esta contradicción debemos
reinventar las políticas de prevención y la manera ideal de hacerlo es introduciendo
la gestión emocional. Algo que se debe abordar de manera transversal desde las
aulas y, tan o más importante, desde nuestros hogares. Ahora más que nunca, la
educación debe apuntar al corazón y estoy convencido de que este informe contribuirá
significativamente a este objetivo.
***
Nota: Este es el prólogo que Eduard Punset escribió
para el cuaderno «¿Cómo educar las emociones?»,
publicado el martes 6 de marzo por el Observatorio FAROS Sant Joan de Déu y
que cuyos contenidos fueron coordinados por la Fundación Eduardo Punset.
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